Hace algunos meses, me encontraba en un limbo, una encrucijada donde las certezas se disolvían como niebla al amanecer. La vida me había arrastrado por un torbellino de compromisos y responsabilidades durante más de 26 años. Corría sin parar, sin permitirme un respiro, sin espacio para emociones, sensaciones o cansancio. Mi única misión era avanzar, sin cuestionar si las decisiones que tomaba eran las correctas.
Pero un día, en el umbral de mis 40 años, sentí que la maquinaria incansable de mi vida comenzaba a fallar. Había llegado el momento de detenerme y reconocer que necesitaba una pausa, una pausa verdadera, de esas que implican cortar de raíz con lo que conoces. Después de años de dedicación absoluta, decidí renunciar a mi trabajo. Era un trabajo que había comenzado a corroer mi espíritu, y en ese momento, lo único que deseaba era soltar.
El acto de soltar, sin embargo, no vino sin sus tormentas. Tras dejar atrás el trabajo, me asaltaron pensamientos que me hacían dudar de mi decisión. ¿Había hecho lo correcto? ¿Podría encontrar la felicidad en las pequeñas cosas que tanto anhelaba, como ver televisión con mis hijos, conversar largamente con mi esposo o simplemente dormir sin preocupaciones?
En ese periodo de incertidumbre, decidí buscar ayuda profesional. La terapia se convirtió en un faro en medio de mi tempestad, un acompañamiento necesario para reencontrarme con la mujer que había olvidado ser. La mujer que, por años, había relegado su esencia para cumplir con todo, menos con ella misma. A través de este proceso, comencé a redescubrir mis emociones y a sentir la adrenalina de vivir desde una perspectiva compasiva y amable.
Con el tiempo, mi visión del mundo cambió. Renací, como el ave fénix, con una nueva mirada sobre la vida. A mis 40 años, entendí que este era el mejor momento para abrazar mi identidad como madre, hija, esposa y profesional. Me di cuenta de que tenía a mi alrededor personas maravillosas que me habían apoyado sin condiciones, ofreciéndome su hombro en los momentos más difíciles.
Este renacimiento me llevó a forjar mi propia empresa, enfocándome en lo que realmente me apasiona. Decidí renunciar a todo lo que era tóxico o simplemente no me hacía feliz. El camino no fue fácil, pero ahora miro mi vida con tranquilidad y satisfacción. He aprendido a avanzar sin las pesadas mochilas del pasado, con las manos libres y el corazón abierto a lo que realmente deseo, sin culpas ni temores. Solo con la firme necesidad de ser yo misma.
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